Volveré, volveré.
Quiero que este blog renazca. Lo había abandonado como se abandona un jardín, y se convierte en un terral.
Ahora desde esa tierra muerta, quiero volver a sembrar.
Ahora quiero que este blog se tranforme también.
En fin.
Lo único que importa es que quiero volver a escribir aquí.
18 de noviembre de 2009
15 de diciembre de 2007
Busco novia
Vi un video donde entrevistaban a Alicia Bisso (del blog Busco Novio de El Comercio) y no sé cómo michi salió este texto. Supongo que está algo inspirado en ella, lo que no significa que la alucine así.
Te observo como te deslizas suavemente por la ciudad, pasas de bar en bar, de hueco en hueco, con solvencia, con prestancia, como si el mundo o Lima, esta ciudad, fuera tuya, y estuviera a tus pies.
Te veía los jueves en el Juanitos, en la mesa de cada jueves, la que compartes siempre con mucha gente, riéndote de la vida, disfrutando sus placeres en cada vaso de cerveza, en cada butifarra. Los mozos te atendían con preferencia, y nunca por la propina que dejaban, sino por el aura de diosa que proyectabas y que hacía que ellos giren alrededor tuyo, con deferencia a tus pedidos, con atención a tus palabras. Yo en otra mesa, compartía también con amigos, pero más atento a tus movimientos que a la conversa de nada.
Cuando la noche caía, muchos eran los que te querían llevar, ay ingenuos, tú, mujer independizada, cogías tu hatchback y enrumbabas por la playa rumbo a tu depa, con el volumen en 20 y una canción de Pulp sonando en tu stereo. Yo tarareaba la misma canción desde otro rincón de la ciudad, imaginando tus ojos frente al volante, atenta a las curvas, pensando en el mañana.
Al día siguiente, fresca, como si nada de lo de ayer hubiera existido, como si haber entrado a los 30 te diera más resistencia, almorzabas algo marino con la gente de la oficina. A tu lado, tu jefe se enorgullece de tenerte en su equipo, te exhibe ante los clientes. Tú, obviamente, no te percatas de esto. Simplemente muestras un poco de ese estilo cosmopolita que sudas por los poros, como lo más natural del mundo. Y yo te imagino en mi cuarto, a mí poniendo la mesa, los manteles, los cubiertos, para el deguste de la reina que eres, tratando que aceptes entrar a esta cabaña plebeya que no es digna de tener tu presencia.
Esa noche de viernes recibes varias llamadas, no sabes dónde ir, qué invitación aceptar, por fin, decides salir con las chicas de tu grupo a algún bar con música ochentera, total, igual los galanes se aproximaran al rincón de la barra donde están, te invitarán a bailar, aceptarás a unos, a otros no, estarás cansada de tanto baile, de tanto gileo monse, prefieres seguir el movimiento desde tu burbuja dorada, tomándote un apple martini, indiferente a la mirada del chico del costado que en su mejor camisa de fin de semana ensaya su sonrisa más seductora, la cual no es suficiente para alcanzar tus alturas cósmicas. Por mi lado, te espiaré desde mi rincón, con mi chela en la mano, imaginando qué te diría de tener un minuto en la pista contigo, un minuto bailando algo de Pixies quizás, viéndote bailar como si bailaras sola.
El sábado transcurre entre tu cuarto, la laptop, el almuerzo con la familia y la tarde con la amiga al teléfono. Para la noche ya tienes un cumple en un restaurant in de la ciudad, creo que se llama Huaringas o algo así, étnico, novoandino. Yo me quedé con mi carro en la puerta, esperando tu salida. Huiste de ese lugar, divertida, lista para seguir la noche, pero esta vez tocaba en el depa de alguien, pararon en el Select más cercano a comprar sendos six, cajetillas de puchos, botellas de vodka, harto hielo, los implementos para vivir la noche en esos 100 metros cuadrados de esa esquina de Miraflores o Barranco. Desde afuera se veían las sombras de la pachanga, iban y venian, se oía también las risas, el tintinear de los vasos, la música girar en el tornamesa de tu cuerpo. Por momentos me parecía divisarte en la sombra furtiva de la cortina o en la imagen borrosa del balcón. La noche me ganó, el cansancio fue más. Me dormí esperándote. En la mañana, la fiesta era un buen recuerdo en sus memorias, una sonrisa en tu cara. Despeinado de amanecida, encendí el bolocho y entonces te vi. Los vi. Él te despedía, tú salías recién bañada, fresca, lista para el domingo o para la siguiente semana.
Puse primera y te sobrepasé, sin importarme la forma cómo se despedían, sabía que era algo ocasional en tu vida, algo de fin de semana. Sabía que en algún momento tendría mi oportunidad, que mi chance estaba abierta en cada jueves o viernes o sábado.
Te veía los jueves en el Juanitos, en la mesa de cada jueves, la que compartes siempre con mucha gente, riéndote de la vida, disfrutando sus placeres en cada vaso de cerveza, en cada butifarra. Los mozos te atendían con preferencia, y nunca por la propina que dejaban, sino por el aura de diosa que proyectabas y que hacía que ellos giren alrededor tuyo, con deferencia a tus pedidos, con atención a tus palabras. Yo en otra mesa, compartía también con amigos, pero más atento a tus movimientos que a la conversa de nada.
Cuando la noche caía, muchos eran los que te querían llevar, ay ingenuos, tú, mujer independizada, cogías tu hatchback y enrumbabas por la playa rumbo a tu depa, con el volumen en 20 y una canción de Pulp sonando en tu stereo. Yo tarareaba la misma canción desde otro rincón de la ciudad, imaginando tus ojos frente al volante, atenta a las curvas, pensando en el mañana.
Al día siguiente, fresca, como si nada de lo de ayer hubiera existido, como si haber entrado a los 30 te diera más resistencia, almorzabas algo marino con la gente de la oficina. A tu lado, tu jefe se enorgullece de tenerte en su equipo, te exhibe ante los clientes. Tú, obviamente, no te percatas de esto. Simplemente muestras un poco de ese estilo cosmopolita que sudas por los poros, como lo más natural del mundo. Y yo te imagino en mi cuarto, a mí poniendo la mesa, los manteles, los cubiertos, para el deguste de la reina que eres, tratando que aceptes entrar a esta cabaña plebeya que no es digna de tener tu presencia.
Esa noche de viernes recibes varias llamadas, no sabes dónde ir, qué invitación aceptar, por fin, decides salir con las chicas de tu grupo a algún bar con música ochentera, total, igual los galanes se aproximaran al rincón de la barra donde están, te invitarán a bailar, aceptarás a unos, a otros no, estarás cansada de tanto baile, de tanto gileo monse, prefieres seguir el movimiento desde tu burbuja dorada, tomándote un apple martini, indiferente a la mirada del chico del costado que en su mejor camisa de fin de semana ensaya su sonrisa más seductora, la cual no es suficiente para alcanzar tus alturas cósmicas. Por mi lado, te espiaré desde mi rincón, con mi chela en la mano, imaginando qué te diría de tener un minuto en la pista contigo, un minuto bailando algo de Pixies quizás, viéndote bailar como si bailaras sola.
El sábado transcurre entre tu cuarto, la laptop, el almuerzo con la familia y la tarde con la amiga al teléfono. Para la noche ya tienes un cumple en un restaurant in de la ciudad, creo que se llama Huaringas o algo así, étnico, novoandino. Yo me quedé con mi carro en la puerta, esperando tu salida. Huiste de ese lugar, divertida, lista para seguir la noche, pero esta vez tocaba en el depa de alguien, pararon en el Select más cercano a comprar sendos six, cajetillas de puchos, botellas de vodka, harto hielo, los implementos para vivir la noche en esos 100 metros cuadrados de esa esquina de Miraflores o Barranco. Desde afuera se veían las sombras de la pachanga, iban y venian, se oía también las risas, el tintinear de los vasos, la música girar en el tornamesa de tu cuerpo. Por momentos me parecía divisarte en la sombra furtiva de la cortina o en la imagen borrosa del balcón. La noche me ganó, el cansancio fue más. Me dormí esperándote. En la mañana, la fiesta era un buen recuerdo en sus memorias, una sonrisa en tu cara. Despeinado de amanecida, encendí el bolocho y entonces te vi. Los vi. Él te despedía, tú salías recién bañada, fresca, lista para el domingo o para la siguiente semana.
Puse primera y te sobrepasé, sin importarme la forma cómo se despedían, sabía que era algo ocasional en tu vida, algo de fin de semana. Sabía que en algún momento tendría mi oportunidad, que mi chance estaba abierta en cada jueves o viernes o sábado.
20 de octubre de 2007
Tragedias mínimas
- Que ya no haya moras ni granadas en el parque a la vuelta de mi casa
- Que no encuentre mi álbum de fotos de chibolo
- Que con esas fotos se hayan ido recuerdos y caras que nunca más recordaré
- Que los recibos de todo, agua, luz, cable, etc. lleguen siempre tan pronto
- Que ya me haya visto todos los capítulos del Chavo del Ocho
- Que los sábados no haya nada que ver en la tele hasta la noche
- Que en el Especial del Humor ya no salga David Copperfield
- Que ya no vendan Cusqueña Light
- Que ya no den Seinfeld a la hora de almuerzo
- Que ya no den El Correcaminos o no tenga el canal donde lo dan
- Que la Inka Kola ya no sepa igual desde que la compró Coca Cola
- Que los martes ya no pueda jugar fulbito
- Que mi escritorio esté taaaaaan desordenado
- Que mi cocina sea tan pequeña que no entre una mesita para comer
- Que le tele de mi cuarto se haya malogrado
- Que algunos de los discos que más me gustan estén rayados o perdidos
- Que no tenga libros para leer
- Q ue se atore el baño de mi casa c on frecuencia y sólo tenga uno
- Q ue mientras me ba ño, vuelen los plomos y termino con agua fría
- Que nunca haya lo que uno quiere comer en la refri
- Que mi casa solo tenga un cuadro colgado en sus paredes
- Que casi toda mi ropa esté sucia y no tenga lavadora
- Que mi cuenta de banco esté en tres cifras
- Que no postee tan seguido como quisiera
- Que no escriba tan seguido como quisiera: algo, cualquier cosa.
- Que no encuentre mi álbum de fotos de chibolo
- Que con esas fotos se hayan ido recuerdos y caras que nunca más recordaré
- Que los recibos de todo, agua, luz, cable, etc. lleguen siempre tan pronto
- Que ya me haya visto todos los capítulos del Chavo del Ocho
- Que los sábados no haya nada que ver en la tele hasta la noche
- Que en el Especial del Humor ya no salga David Copperfield
- Que ya no vendan Cusqueña Light
- Que ya no den Seinfeld a la hora de almuerzo
- Que ya no den El Correcaminos o no tenga el canal donde lo dan
- Que la Inka Kola ya no sepa igual desde que la compró Coca Cola
- Que los martes ya no pueda jugar fulbito
- Que mi escritorio esté taaaaaan desordenado
- Que mi cocina sea tan pequeña que no entre una mesita para comer
- Que le tele de mi cuarto se haya malogrado
- Que algunos de los discos que más me gustan estén rayados o perdidos
- Que no tenga libros para leer
- Q ue se atore el baño de mi casa c on frecuencia y sólo tenga uno
- Q ue mientras me ba ño, vuelen los plomos y termino con agua fría
- Que nunca haya lo que uno quiere comer en la refri
- Que mi casa solo tenga un cuadro colgado en sus paredes
- Que casi toda mi ropa esté sucia y no tenga lavadora
- Que mi cuenta de banco esté en tres cifras
- Que no postee tan seguido como quisiera
- Que no escriba tan seguido como quisiera: algo, cualquier cosa.
15 de agosto de 2007
Cuando pase el temblor (en Lima)
La historia de Lima está muy ligada a los temblores y terremotos, de hecho tenemos un mes dedicado a este fenómeno, Octubre, mes de los temblores y de hecho una de nuestras tradiciones más antiguas y populares, la procesión del Señor de los Milagros, también lo está, se supone que fue un antiguo temblor lo que reveló la naturaleza sobrenatural de este muro santo.
El día de hoy Lima vivió, otra vez, después de mucho tiempo, un movimiento telúrico de magnitud. Hasta el día de hoy esta característica tan limeña no había entrado en mi historia personal, de hecho hasta el momento sólo había vivido pequeños temblores, movimientos ridículos comparados al que se vivió el día de hoy.
Fue una sensación confusa, se supone que uno debe estar tranquilo, por su propio bien y el de los demás, sin embargo es muy difícil estarlo en esta situación. Ante la tierra vibrar no queda otra que temblar más. El piso ondulaba y te cuerpo se hacía gelatina. El cielo se iluminaba con los rayos, se iba el fluido eléctrico en los pabellones y a uno se le apagan las luces de los nervios. Los animales corrían despavoridos y nadie sabía hacia dónde ir. La remecida duró casi un minuto, según fuentes oficiales, dicen que fue terremoto por el grado en la escala Richter, hubo alerta de tsunami, las comunicaciones estaban cortadas y yo pensaba en mi pobre perrita sola en mi casa y con lo nerviosa que es. Me encontré con un señor que buscaba a la suya que se le había escapado casi a 5 cuadras atrás y que la buscaba a través de los anónimos que se cruzaron por su camino.
Una vez que la tierra paró la gente intentaba llamar o comunicarse con sus seres queridos, se juntaban a contarse lo ocurrido, encendían la radio para enterarse de las noticias. Todos pensaban en lo que había pasado hace minutos, yo pensaba en lo que pasó hace casi 33 años.
El último terremoto de gran intensidad que se registró en Lima ocurrió en 1974, el 3 de Octubre de ese año, como queriendo confirmar el dato de sentido común, la tierra vibró en las calles de esta ciudad, antes que fuera mi ciudad. Yo nací el primero de noviembre de ese mismo año y lo que pensaba minutos después del sismo de hoy, mientras los demás llamaban o se conectaban a internet -el único servicio que no colapsó- es qué habrá hecho mi madre cargándome en su panza ese tres de octubre casi un mes antes de mi nacimiento en medio de los escombros y la desesperación que seguro reinó en su barrio de Abajo el Puente.
8 de agosto de 2007
Cocina para dummies
Hoy tenía hambre y no se cocinar, gran dilema. Eran las diez de la noche, la panadería cierra temprano y ni que decir de los restaurantes, ni uno abierto a esa hora, ni siquiera los de pollo a la brasa, además pollo todos los días no es la voz, como no es la voz recurrir a lo que recurrí. Ayer fue sopita ramen para el alma fría. Con el puto frío que hacía la sopa se deslizó por la garganta y cayó en el estómago como la sopita de cabello de ángel de la vieja. Obvio, nunca es lo mismo, la sopa ramen es un paliativo momentáneo, pero no puedes estar todos los días con la misma dieta por más clima gélido que haga. Así no juega Perú. Entonces hoy estaba descartada la sopa. El yogur con corn flakes tampoco era la voz. El yogur está más frío que el clima. El estómago y el alma piden algo caliente y no hay nada a tres cuadras a la redonda. Ni siquiera el sanguchón tóxico de la Tía Veneno. Para esto ya había salido de mi cueva en busca de la presa caliente, caminaba y me encontraba con la luz apagada de la tía. Maldición, es martes y a la tía se le ocurre que ese día es su día libre. Veo la avenida, hay pocos carros a esa hora, ya no pasan ni combis y la neblina bloquea la visibilidad, pero ahí, al fondo, una luz en la calle, tenía que ser un carrito sanguchero, no había otra. Con la imagen de un pan con pollo en mis manos caminé esas cuadras, entre gente con cara de cansancio y otros con cara de no me mires broder. Por fin llegué. Era otra tía, pero ésta sería tía política porque nunca la había visto por estos lares. Le encontré con una clienta que le pidió alitas broster pa llevar, mientras cantaba una balada para secretarias románticas que escuchaba en sus audífonos, ajena al frío y a la humedad. La verdad vi las papitas fritas y me provocó. La palabra broster me remitió inmediatamente a las tardes domingueras con Kentucky, con barril en la mesa y cada quien cogiendo su presa con la mano. Uffffff. Lo pedí pa llevar también.
La tía ya tenía las papas listas, las acababa de sacar de la sartén donde seguía hirviendo el aceite color gasolina. El pollo lo tenía en un balde, no como los de Kentucky sino en su versión chicha. Nada de eso importó, ya para ese momento pensaba con el estómago. Cruce la avenida, atravesé el parque, abrí mi puerta, subí las escaleras, otra puerta, era el último obstáculo. Me senté, abrí la bolsa de plástico. Y ahí pude ver la triste realidad de la independencia, el amargo sabor que deja ser un soltero que no sabe cocinar. En el plato de plástico se exhibía lo peor de la comida de medianoche, la decadencia del fast food de tres lucas. Un trozo de pollo medio amarillo barnizado en aceite de avión flotando en un cúmulo de papas sobresaturadas de grasa, y encima ese combo maquillado con todas las cremas. Lo vi y me dio pena. Pero que hacía pues, el críter pedía su ración de alimento, y con el críter que tenemos en el estómago no se juega. Caballero nomás, a la guerra. Empecé por la papas, las alucinaba menos tóxicas. Mentira. Seguí con el pollo, que ya lo veía tóxico, pero era radioactivo. Perdí la batalla y quedó herido el combatiente a los diez minutos de iniciado el match. No me recuperé, no pudieron las tacitas de manzanilla ni anís contra la sartén de aceite y el balde de grasa.
Estoy herido, perdí la batalla, pero la comida da revanchas. Lo he decido, voy a cocinar. Voy a comprar ese manual de guerra que es Cocina para Dummies para dejar de ser un dummie que a las diez de la noche sale al frío de la avenida a intoxicarse del veneno de las tías medianocheras con su carretilla de fritangas al paso.
La tía ya tenía las papas listas, las acababa de sacar de la sartén donde seguía hirviendo el aceite color gasolina. El pollo lo tenía en un balde, no como los de Kentucky sino en su versión chicha. Nada de eso importó, ya para ese momento pensaba con el estómago. Cruce la avenida, atravesé el parque, abrí mi puerta, subí las escaleras, otra puerta, era el último obstáculo. Me senté, abrí la bolsa de plástico. Y ahí pude ver la triste realidad de la independencia, el amargo sabor que deja ser un soltero que no sabe cocinar. En el plato de plástico se exhibía lo peor de la comida de medianoche, la decadencia del fast food de tres lucas. Un trozo de pollo medio amarillo barnizado en aceite de avión flotando en un cúmulo de papas sobresaturadas de grasa, y encima ese combo maquillado con todas las cremas. Lo vi y me dio pena. Pero que hacía pues, el críter pedía su ración de alimento, y con el críter que tenemos en el estómago no se juega. Caballero nomás, a la guerra. Empecé por la papas, las alucinaba menos tóxicas. Mentira. Seguí con el pollo, que ya lo veía tóxico, pero era radioactivo. Perdí la batalla y quedó herido el combatiente a los diez minutos de iniciado el match. No me recuperé, no pudieron las tacitas de manzanilla ni anís contra la sartén de aceite y el balde de grasa.
Estoy herido, perdí la batalla, pero la comida da revanchas. Lo he decido, voy a cocinar. Voy a comprar ese manual de guerra que es Cocina para Dummies para dejar de ser un dummie que a las diez de la noche sale al frío de la avenida a intoxicarse del veneno de las tías medianocheras con su carretilla de fritangas al paso.
7 de agosto de 2007
La vida a finales de los veinte
Ahora te recuerdo: salías de la universidad, con cartón nuevo, dispuesto a vivir el mundo, con tus primeros trabajos, la independencia ganada y las ganas intactas. En ese entonces te cagabas de risa de todo, el mundo era ancho y ameno y la fiesta interminable. Una vez en tu piso hicieron fiesta solo para tener excusa de estrenar ropa, los más frívolos, los más felices, despreocupados de todo, chupábamos chela porque queríamos, le entrábamos al vino porque era in y al vodka para variar, llamábamos a las 8 o 9 y la gente aparecía nomás, no había planes, se inventaban en el momento, todo era al momento, la vida era una colección de momentos. Y si no era en tu piso, a bailar fuera, empezabas a vivir de noche, conociste que la semana acababa miércoles, que es posible seguir trabajando viernes sin dormir y que era más divertido aún, que queda mucha vida para dormir, que despierto es cuando todo sucede. Experimentabas tus primeras idas a bares y discos donde va toda la gente, la misma gente que iba inundando tu msn, la misma de todos los jueves y viernes y sábados y tooooodos los fines de semana en la playa. Y las semanas pasaban, conocías a más gente, más amigos de amigos que se hacían tus amigos, más amigas, organizabas almuerzos, cenas y previos en tu piso. Tú depa ahora, la nueva casa. Toda pasaba rápido, no pensabas, te involucrabas con una, dos, muchas personas, se quedaban a dormir, a almorzar, cenar, hacer previos y era cague de risa, veaín tv en la tele nueva o una pela de alquiler, daba lo mismo, nunca acababan de ver y de nuevo la rueda vuelta a girar. Todo giraba a tu alrededor. La casa era el centro de gravitación social, alrededor los amigos, amigas, personas, chelas, vinos, artefactos, girando cual satélites del placer mundano abiertos a tus sentidos. Conociste el dinero plástico: visa, mastercard, las querías todas, todas en la billetera, cada vez más gorda, más greedy. Los trabajos mejoraban, el pago también, por lo tanto tu capacidad de consumo aumentaba, más ropa, más trago, más fast food, más artefactos, el dvd, el equipo estéreo, el home theater, la laptop y todas las maravillas tecno de moda. Los amigos también andaban en las mismas, en sus trabajos, con sus relaciones, se emparejaban y desemparejaban con facilidad y todo con música de The Smiths, el soundtrack de finales de los veinte, sonando en volumen veinte en el equipo del carro, el primer carro, el que más vas a querer, el que compraste con el dinero ahorrado de tus trabajos, el que te acompañó por primera vez de viaje a las playas del norte con los amigos, el que se malogró yendo al cine con la que era tu chica, la chica con la que ibas a la playa, la que se quedaba en tu cuarto, la que venía con su mochila los fines de semana y que se estacionó un tiempo en la cochera de tu vida, mientras cocinaban pastas y hacían canchita para ver pelas, esas que te gustaban entonces, las películas europeas o de ciertos directores, que comentabas con aire de nuevo conocedor en la materia en los primeros restaurantes gourmet a los que entrabas con tu chica y donde pedías sin saber qué pedías y de dónde salías sin rumbo, caminando por las calles de Barranco o Miraflores, claro si es que no sonaba el celular y la noche recomenzaba al ritmo de los amigos y sus parejas, bailando hasta el amanecer y yéndose cada uno a sus depas en la noche gris de Lima, la Lima que devorábamos cada sábado como animales hambrientos y hermosos que éramos en aquella época simple de la vida. Ahora me pregunto: y si todo era tan simple, cuándo se complicó todo, cuándo apareció el estrés, las obligaciones, el trabajo para ayer, cuando se acabó la fiesta y empezó la resaca.
(Continuará en "La vida a comienzo de los treinta" de próxima aparición)
22 de julio de 2007
De la selva sus Macondos
No es casualidad que esté releyendo Cien Años de Soledad por cuarta vez, ésta echando un ojo al estilo, tratando de descubrir cómo hizo ese embaucador llamado Gabo para hacerme creer a mi y a muchos en ese mundo desbordado lleno de personajes desquiciados y empresas delirantes. Leo la historia, miro a mi alrededor y veo las similitudes entre el mundo de la sabana colombiana y el mundo que se abre a una hora diez minutos en avión desde Lima, en medio de la selva alta del Cusco, en la provincia de La Convención, distrito de Echarate.
Es la quinta vez que vengo por estos lares abandonados por el Estado y sus autoridades y siempre me sorprendo del paisaje prehistórico que se alza imponente alrededor de minúsculos pueblos, construcciones humanas siempre frágiles ante la presencia verde por doquier. Del paisaje, un elemento que destaca es el sistema nervioso que compone la red de ríos, riachuelos y quebradas que cruzan el verde, bañando todos sus rincones, dejando playas y orillas llenas de gigantescas rocas descubiertas. Razón tenía Gabo al describir en las primeras páginas de su libro, describiendo al Macondo de sus primeros días como atravesado por un río de aguas diáfanas con rocas que parecían huevos prehistóricos. Así son. Uno mira esas rocas y tiene la impresión que en cualquier momento saltaran los personajes de Jurasik Park. Que algún hijo de terodáctilo o tiranosaurio nacerá de la roca como por arte de magia chamán y zas, te dará el zarpazo de la mala hora, y quedarás regado en medio del río, expuesto a los bichos y alimañas, en perfecto estado de descomposición ecológica. Exagero claro. Pero así es el primer paralelismo entre la obra que leo y la realidad que transito estos días.
Me encuentro trabajando en estos lares. Mi trabajo implica visitar comunidades nativas y asentamientos de colonos en las inmediaciones del más grande proyecto de hidrocarburos del país, Camisea. La primera vez que tuve que venir me impresionó observar desde el aire esa herida a lo largo de la selva que constituía la línea por donde pasaba el tubo que transporta el gas desde la selva hasta nuestras casas en la comodidad de Lima. Hoy me tocó palpar la herida, caminar por la selva y pensar cómo habrán hecho los ingenieros para abrirse camino por estas cumbres boscosas, cuánto esfuerzo humano habrá sido necesario. Andaba en esas cavilaciones cuando a lo lejos diviso una construcción, me fui acercando y mis compañeros del proyecto me explican que es una estación de bombeo, una de las más importantes. Cuando llego compruebo que es una maravilla de la ingeniería y el esfuerzo humano, en medio de la nada, en la purita selva, ahí, un complejo lleno de válvulas y motores y a los costados obreros y capataces trabajando en la montaña, en el afán de construir una especie de Macchu Picchu parte dos. Inmediatamente se me vino a la mente las empresas delirantes de los Buendía, el camino que quiso abrir el fundador a fuerza de brazo y machete para llegar hacia los inventos de la humanidad, la ruta naviera que improvisó el bisnieto en un río con piedras prehistóricas tratando de hacer llegar barcos al pueblo, por ejemplo. Las empresas delirantes están ahí, en la realidad y en la ficción que imita a la realidad.
En el libro se narra las diferentes edades del pueblo a lo largo de los cien años de soledad de la familia Buendía. El pueblo pasa a ser de una aldea de chozas de cañabrava a un pueblo con calles pavimentadas, comercios de todo tipo y comunicado con su país. En el lugar donde estoy puedo ver todas las épocas de Macondo en un mismo tiempo, a la vez, conviviendo a kilómetros de distancia el pueblo de techos de palma con el pueblo con mercado estilo platillo volador. Los primeros son comunidades muy tradicionales, poco conectadas con el tren de la modernidad, cuyos pobladores hablan una lengua que imagino parecida a la que hablaban los indios sirvientes en la casa de los Buendía. Y a tres horas por carretera o quince minutos en helicóptero está el centro poblado, haciendo esfuerzos por engancharse al tren de la modernidad, donde las casas de material noble ahora son mayoría, con servicios públicos como luz y agua potable, no teléfono pero sí Internet en cabinas públicas. Es un pueblo de una sola calle principal donde pasa todo, donde están todos los comercios, los restaurantes, los hostales, alojamientos y la policía. Así me imagino al Macondo de los últimos tiempos, antes que llegara el ciclón de la soledad y arrasara con todo el pueblo y la estirpe de los Buendía.
Sobre el pueblo no puedo hablar mucho, no conozco a muchas personas como para poder hacer un paralelismo con los personajes de la novela donde los hombres viven en un estado de cordura desquiciada y las mujeres soportando las vicisitudes de la vida y de sus hombres. Lo que sé es que los hombres y mujeres de esta parte del Perú aparentemente andan cuerdos, aunque la presencia del clásico loco inofensivo de plaza me haga dudar de la cordura de sus paisanos y me haga pensar en mis paralelismos con la obra de Gabo porque en ésta los personajes andaban medio locos pero no había un loco de remate que paseara por Macondo semidesnudo, hablando, discutiendo y riendo consigo mismo, como lo hace el que veo todas las tardes en la plaza de Kiteni.
Es la quinta vez que vengo por estos lares abandonados por el Estado y sus autoridades y siempre me sorprendo del paisaje prehistórico que se alza imponente alrededor de minúsculos pueblos, construcciones humanas siempre frágiles ante la presencia verde por doquier. Del paisaje, un elemento que destaca es el sistema nervioso que compone la red de ríos, riachuelos y quebradas que cruzan el verde, bañando todos sus rincones, dejando playas y orillas llenas de gigantescas rocas descubiertas. Razón tenía Gabo al describir en las primeras páginas de su libro, describiendo al Macondo de sus primeros días como atravesado por un río de aguas diáfanas con rocas que parecían huevos prehistóricos. Así son. Uno mira esas rocas y tiene la impresión que en cualquier momento saltaran los personajes de Jurasik Park. Que algún hijo de terodáctilo o tiranosaurio nacerá de la roca como por arte de magia chamán y zas, te dará el zarpazo de la mala hora, y quedarás regado en medio del río, expuesto a los bichos y alimañas, en perfecto estado de descomposición ecológica. Exagero claro. Pero así es el primer paralelismo entre la obra que leo y la realidad que transito estos días.
Me encuentro trabajando en estos lares. Mi trabajo implica visitar comunidades nativas y asentamientos de colonos en las inmediaciones del más grande proyecto de hidrocarburos del país, Camisea. La primera vez que tuve que venir me impresionó observar desde el aire esa herida a lo largo de la selva que constituía la línea por donde pasaba el tubo que transporta el gas desde la selva hasta nuestras casas en la comodidad de Lima. Hoy me tocó palpar la herida, caminar por la selva y pensar cómo habrán hecho los ingenieros para abrirse camino por estas cumbres boscosas, cuánto esfuerzo humano habrá sido necesario. Andaba en esas cavilaciones cuando a lo lejos diviso una construcción, me fui acercando y mis compañeros del proyecto me explican que es una estación de bombeo, una de las más importantes. Cuando llego compruebo que es una maravilla de la ingeniería y el esfuerzo humano, en medio de la nada, en la purita selva, ahí, un complejo lleno de válvulas y motores y a los costados obreros y capataces trabajando en la montaña, en el afán de construir una especie de Macchu Picchu parte dos. Inmediatamente se me vino a la mente las empresas delirantes de los Buendía, el camino que quiso abrir el fundador a fuerza de brazo y machete para llegar hacia los inventos de la humanidad, la ruta naviera que improvisó el bisnieto en un río con piedras prehistóricas tratando de hacer llegar barcos al pueblo, por ejemplo. Las empresas delirantes están ahí, en la realidad y en la ficción que imita a la realidad.
En el libro se narra las diferentes edades del pueblo a lo largo de los cien años de soledad de la familia Buendía. El pueblo pasa a ser de una aldea de chozas de cañabrava a un pueblo con calles pavimentadas, comercios de todo tipo y comunicado con su país. En el lugar donde estoy puedo ver todas las épocas de Macondo en un mismo tiempo, a la vez, conviviendo a kilómetros de distancia el pueblo de techos de palma con el pueblo con mercado estilo platillo volador. Los primeros son comunidades muy tradicionales, poco conectadas con el tren de la modernidad, cuyos pobladores hablan una lengua que imagino parecida a la que hablaban los indios sirvientes en la casa de los Buendía. Y a tres horas por carretera o quince minutos en helicóptero está el centro poblado, haciendo esfuerzos por engancharse al tren de la modernidad, donde las casas de material noble ahora son mayoría, con servicios públicos como luz y agua potable, no teléfono pero sí Internet en cabinas públicas. Es un pueblo de una sola calle principal donde pasa todo, donde están todos los comercios, los restaurantes, los hostales, alojamientos y la policía. Así me imagino al Macondo de los últimos tiempos, antes que llegara el ciclón de la soledad y arrasara con todo el pueblo y la estirpe de los Buendía.
Sobre el pueblo no puedo hablar mucho, no conozco a muchas personas como para poder hacer un paralelismo con los personajes de la novela donde los hombres viven en un estado de cordura desquiciada y las mujeres soportando las vicisitudes de la vida y de sus hombres. Lo que sé es que los hombres y mujeres de esta parte del Perú aparentemente andan cuerdos, aunque la presencia del clásico loco inofensivo de plaza me haga dudar de la cordura de sus paisanos y me haga pensar en mis paralelismos con la obra de Gabo porque en ésta los personajes andaban medio locos pero no había un loco de remate que paseara por Macondo semidesnudo, hablando, discutiendo y riendo consigo mismo, como lo hace el que veo todas las tardes en la plaza de Kiteni.
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